Hay casos que revuelven las entrañas. Cath Andrews, historiadora británica radicada en México, escribió hace un par de semanas sobre la situación de las mujeres indígenas en las cárceles nacionales. El ejemplo que utilizó fue el de Margarita López Gómez, una indígena de Chiapas encarcelada por el asesinato de su esposo. Margarita fue desposada a los 12 años por Juan Velasco López, un alcohólico que la golpeaba frecuentemente. Pocos años después del casamiento, Juan llevó a otra mujer a la casa, Juana, quien se quedó a vivir con ellos. Cada una de las mujeres tuvo seis hijos con Juan; el abuso llegó a tal grado que el hombre violó a una de sus hijas, Sonia, desde los ocho años, lo que provocó que se embarazara a los 12.
En 2005, cuando Sonia tenía 15 años -y ya con dos hijos, producto de las violaciones de su padre- asesinó a Juan mientras dormía inconsciente por el alcohol junto a su madre. La policía arrestó a las tres mujeres; el juez dictaminó que Sonia debía pasar 30 meses en la prisión juvenil. A Juana le dieron dos años de cárcel por ocultar el asesinato (?) y a Margarita le tocaron 15 años de sentencia por el homicidio de Juan. El juez nunca le creyó a Margarita que su esposo dormía junto a ella cuando fue asesinado, así que la consideró culpable.
Todo el veredicto se basó en una supuesta confesión de Margarita, obtenida en una interrogatorio en español, sin la presencia de un traductor, ya que la acusada no entendía el lenguaje. Margarita fue enviada la prisión federal Venustiano Carranza, un centro penitenciario para hombres, donde la mantuvieron separada de los reclusos en otra celda. Aún así, Margarita fue violada en la cárcel y tuvo otro hijo, quien fue retirado de su cuidado por los custodios. Tuvieron que pasar siete años para que, en 2012, Margarita obtuviera su libertad.
Otro caso del que Andrews ha escrito es el de Virginia, una indígena de Oaxaca que fue encarcelada en 2009 por un aborto espontáneo. De nuevo, el caso se llevó completamente en español, sin que la acusada tuviera acceso a un intérprete. Tampoco logró conseguir un abogado que hablara su lengua (náhuatl), por lo que enfrentó el juicio sin entender ni una palabra. Gracias al trabajo de la organización Las Libres y estudiantes del Centro de Investigaciones y Docencia Económicas (CIDE), un juez federal dictaminó que los derechos humanos de Virginia habían sido violados y ordenó su liberación. No obstante, el juez local no ha acatado la petición y la mantiene en prisión por los mismos cargos.
En ambos casos existe una constante: la falta de un traductor capaz de llevar el proceso. La cifra es escalofriante: de acuerdo con el Instituto Nacional de las Mujeres, sólo 14.3% de las indígenas en prisión han recibido los servicios de un intérprete durante sus procesos penales. Hace unos días, Ileana Fernández, hablaba sobre la traducción de la Constitución mexicana al maya y otras lenguas indígenas. En su texto, hace una crítica muy importante a este rezago:
Un porcentaje de la población mexicana se rige por una constitución que no pueden comprender. Ya no digas porque no tienen un mínimo nivel educativo para hacerlo; ya no digas porque no saben leer. No, por la simple y sencilla razón de que no está traducida en su lengua materna o en algunos casos en la única lengua que hablan. (…) Necesitamos concebir que la equidad es un tema prioritario, y para lograrlo hay que empezar por el principio: que todos sus pobladores puedan acceder a la lectura de sus derechos en su lengua materna. Además no estamos hablando de una legislación o una normatividad derivada de otros derechos y obligaciones. No, estamos hablando de la Carta Magna del país.
Yo me pregunto: si ése es el caso de la traducción en las legislaciones, ¿qué ocurre con los abogados? ¿Cuántos habrán en México capaces de desempeñar dicha tarea? ¿Cuántos traductores tendrán una capacitación para atender temas legales? A propósito, sólo conozco el antecedente de Yucatán para proveer traductores al maya para procesos judiciales -y es una iniciativa muy reciente, apenas de inicios de 2012-. Porque los ejemplos de Virginia y Margarita no son excepciones del sistema, sino retratos de las violaciones a derechos humanos que el Estado solapa por su incapacidad para ofrecer condiciones equitativas ante la aplicación de la ley. A México le falta (mejor dicho, ¡le urge!) una figura de abogado indigenista -que si existe, debe ser escasísima-, capacitado para defender estos casos, una legislación traducida a las distintas lenguas endémicas; y sobre todo, un aparato judicial que comprenda -de una vez por todas- que el español no es el único idioma que existe en nuestro país.
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